miércoles, 25 de julio de 2007

Antonio Sarelli




Nace en Mendoza, Argentina el 26 de agosto de 1936. Profesor de Pintura, egresado de la Academia Provincial de Bellas Artes de Mendoza, en el año 1960.
Lleva realizada más de cincuenta exposiciones individuales y más de doscientas colectivas en el país y el exterior.
Diecisiete importantes premios obtenidos hasta el año 1985, año en el que decide no participar más de estos eventos.
En 1995 recibe un reconocimiento artístico de la Legislatura de la Provincia de Mendoza.
Reconocimiento artístico en el año 1996 otorgado por la Presidencia de la Nación.
El Gobierno Argentino en 1997 adquiere la obra “ Símbolos de ofrenda” obsequiado a su Santidad Juan Pablo II, ubicada en el Museo Vaticano.
En el año 2000 participa de la VII Bienal Internacional de Arte Sacro, en el cual se le otorga Mención Especial.
Por invitación especial, participa representado al país, en la Exposición Universal
“ Fin de Milenio” realizada en Roma en el año 2000. Esta obra se encuentra en el Museo de la Asociación Internacional “Carita Política” Vaticano, Roma.
Obras suyas se encuentran en numerosas colecciones particulares y museos de distintos países del mundo.

Algunos Juicios Críticos sobre su Obra

Como Eduardo Baliari en 1975, W. Melgrarejo Muños en 1977, J. Llop S. en
1988 y Ramón Amposta, Barcelona en1988.

“ Sus pinturas nos hacen pensar en los florentinos pasados, tal vez por el arte moderno de los albores de nuestro siglo, recordando a Magritte, en una pintura luminosa, atrayente, con ese nimbo místico que nos cautiva. Una pintura en buena parte novedosa para nosotros. Con valores propios, muy atractiva, Con ese fondo de poesía de “Arte” que reclama Goethe”. Ramón Amposta, Barcelona 1988

“Su pintura es la que bien podría definirse como la de un observador alucinada de la realidad que alude, la construcción precisa para no someterse a la fijación estática de las formas e insuflarles en cambio, mediante la libertad de su inventiva al hálito que las convierte en un mensaje de color, esencialmente.” Eduardo Baliari 1975

Los óleos de Antonio Sarelli, están realizados en una técnica simple a través de lo cual logra, el artista, el comentario pictórico de los temas que impresionan su ánimo y que logia envolver en una atmósfera de vital trascendencia. Del mismo modo que espiritualiza sus personajes tratados con suavidad tonal.” W. Melgrarejo Muñoz 1977

Antonio Sarelli centro su producción en la figura, a lo que rodea de misterio e intimidad. Sus personajes parecen ausentarse de la realidad y proyectarse hacia la intimidad. También el paisaje, más resultante de sueños que de realidades es uno de los temas atrayentes. Paisajes que son como mundos paralelos y que A. Sarelli soluciona de manera elegante.” J. Llop S. 1988

martes, 24 de julio de 2007

lunes, 23 de julio de 2007

Juan Dragui Lucero

CUENTO: El hachador de altos limpios
por Juan Draghi Lucero

Campos de etnología y folklore. Arenales dormitando en la soledad y hoy conllevados al desvelo ante el paso del Hombre. Brisas errantes con imágenes redivivas de un doloroso pasado... Y una pasión aleteando en dolida inquietud.

La marcha de mi mula, acallada por el arenal, me traía el sueño; mas la empresa acometida y la figura del jinete que iba adelante, me enfrentaban a los vaivenes del tentado. Caí en la tentación de “ir y ver“ a los Altos Limpios después de oír, primero desganadamente y luego con desatado ardimiento, la corta y trunca relación de mi compadre. Alcanzó a decirme en voz baja y desviada: En los Altos Limpios mora el alma quejosa del Viento... No; es como si se hiciera manifiesta una voluntad descuartizada, o, tal vez, sea el aparecer de una fuerte sombra en sufrimiento...

Nunca me había hablado así mi compadre Azahuate. Con estas algaradas sobre lo misterioso despertó en mí la lumbre descaminadora que me llevaba. Ante mi creciente curiosidad ni quiso decirme más el cabrero llanista, ni hizo otra cosa que encerrarse en celado silencio para mi creciente porfía y tozudez.

Conozco ese silenciar caudaloso de los mestizos y criollos de los campos más apartados. Sospecho a dónde van y qué persiguen cuando se concentran en su cavilar arisco y hunden el sediento mirar en sospechada lejanía. “Siguen” una pasión que dentro del silencio bate campanas y centellea espadas. Ellos “ven y oyen” algo que solamente alcanzó a presentir, después de refinar mi espíritu occidentalizado en lo que me resta de aliento precolombino. Esto me desasosiega y me descentra al no poderme explicar a dónde quiero ir y de dónde ansío venir al allegarme a estas auras de la vecindad del trance.

Sigo al paso de mi mula... recuerdo que ayer caí sorpresivamente al rancho de mi compadre con la novedad que quería ir, en su compaña, a los Altos Limpios. Mudo se quedó el pobre y tanto él como su mujer, la buena de mi comadre, me hablaron con calma y remanso en el alma. Querían meterme en el entendimiento que yo era pasto del “tienta” ( así apellidan al tentador o demonio). Más yo, apelando a todos los recursos que debe lucir el bien centrado, expliqué con elegida calma y decires del conllevamiento que se trataba de una simple curiosidad y tanto y tanto porfié, que mi compadre se vió obligado a complacerme. Y el pobre, que me quiere y considera, se avino a emprender el viaje. Ya en marcha, los dos, yo veía que él iba venciendo duras resistencias en un tremendo pelear interior. Su luchar se hacía patente en su cara con violentas contracciones y en un continuo dar poderes y desmayos a sus miradas y ademanes. Hablando solo iba.

Y vamos y vamos. Se suceden los algarrobales y chañarales y otros torturados árboles indios. Nuestras sufridas mulas sostienen la marcha a lo largo de las soledades anegadas de arena. Siempre al naciente por sendas de cabras y animales cimarrones, en procuras de un lugar del que todos se alejan y apartan.

El sol de por la mañana es llevadero, más en llegando la hora de la siesta se vuelve trasminante. Al fin nos allanamos a buscar reparo a la sombra de un corpulento algarrobo. Nuestras mulas sufren sed y no apetecen los pastos resecos. Nosotros mascamos ramitas de amarga jarilla para olvidar el agua, de la que apenas nos queda un resto en la caramañola. Nos aplasta tanta soledad, tanto arenal quemado. Los ojos ardidos se entrecierran y se solazan al recuerdo del sueño reparador. Pasan con detención las horas de la tarde recalentada. Por fin se ladea el sol y, ya más sufrible su quemar, ensillamos nuestras mulas y proseguimos la marcha. Esto es la travesía.

Va mi compadre delante, siempre puntero en el camino, pero bien comprendo su silencio y su empaque. Sé que habla solo y que levanta duras palabras contra mi porfía incrédula. Sé que se sospecha en abierta disidencia con su religión y con impertinente actitud de sabihondo ante los misterios de la Vida. Sé que me sabe atrevido y audaz sondeador de cosas que para él están bien en los resguardos y que soy capaz, en mi descaro, de querer levantar el velo de lo escondido en las penumbras por disposición divina; y sé, por último que me sospecha “masón” y por tanto, según su creer, practicante de ritos prohibidos, condenados por la Iglesia y pasibles de tremendos castigos.

Pero yo no voy a ir en goce de inhabitual realidad. Cansado de dar clases de historia y geografía, voy en Geografía e Historia gustando de una acre verdad. Sé que estos campos, hoy en soledad, tuvieron su grávida pre y protohistoria y que esta geografía ostentó muy otra interpretación en el sentir de los hombres primitivos que aquí sentaron. Sé que la Etnología y Folklore registran documentos inhallables para investigadores de gabinete. Sé que entre las sinuosas divisiones de estas ciencias, alienta un espíritu de los campos que es comprendido y degustado más por el iletrado de mi compadre que por mí; pero, con todo, yo entresaco y me adhiero a esta entrevista “pasión “ antiquísima de resollantes aristas, al tiempo que recrimino la ceguedad de mis colegas, los profesores del ramo de la Universidad.

Luchando, vamos luchando, mi compadre delante y yo detrás por el mismo camino. Me allega a él mi audacia de autodidacto que me permitió sesgar muchas pruebas tan académicas como adocenadoras, y conseguir resguardar, en recónditos aljibes, mis reservas sobre sospechados caudales extracientíficos.

- Yo sé a dónde voy, compadre – le digo en mi monologar al mestizo Azahuate-. Yo voy tras un norte que no es el simplemente empírico de usted y de los suyos, ni la “seguridad científica” de mis colegas, los profesores. Hago pie en una Sospecha, amamantada en muchísimas sospechas, trasegadas de lecturas de entre líneas, de la oposición que he percibido entre Historia y Folklore, y, sobre todo, del sopesamiento de las soledades palabreras de estos campos “que han sido”, es decir, que anidaron Hombre en sus episodios cruciales.

Quería pardear la cayente tarde, una sabedora paz se retrataba en el despedirse de los pájaros cantores al anunciar la dulce muerte del día. Mi compadre detuvo su mula en lo alto de un ramblón y me señaló, emocionado, un lugar que sobresalía de los llanos.

- Allá se divisan los Altos Limpios. Usted dirá compadre, si seguimos o no.

- ¡ Apuremos el paso ! – le reclamé taloneando y animando a mi cabalgadura. Seguimos la marcha a paso sostenido. Ya en las vecindades del mentado sitio, se me represento la azarosa historia comarcana. Me dije:

- Por aquí pasaron Francisco de Villagra y sus 180 hombres destinados a la guerra de Arauco, por mayo de 1551, cuando descubrieron la región de Cuyo. Por estas vecindades debió andar el padre Juan Pastor, el documentado primer misionero de las lagunas de Huanacache, allá por 1612. Para acá vinieron a resguardarse durante el coloniaje los primeros troncos del resentido mestizaje lugareño. Por esta misma senda pudo haber pasado José Miguel Carrera y su gente antes de ser vencido en la Punta del Médano en 1821, y entregado a las autoridades que lo fusilaron y lo descuartizaron el la Plaza de Armas de Mendoza. Estas soledades se alborotaron y encresparon con el resonar de los cascos de la caballería de Juan Facundo Quiroga. Por estos mismos arenales anduvo en sus extrañas aventuras la huesuda y varonil, doña Martina de Chapanay. Estas arenas vieron al Chacho con sus huestes en marcha para la guerra criolla y por estos mismos campos galopó el gran caudillo luganero, el más célebre hoy en día, don José Santos Huallama...

- Ya vamos llegando – me interrumpió mi compadre.

Alejáronse los fantasmas de la historia comarcana y pareció la concreta realidad terrena. Frente a nosotros se alzaban unas barreras más altas que los médanos comunes. Estas alturas cortaban a los llanos en forma novedosa... Desmonté para allegarme a pie. ¡Los Altos Limpios! Ahora comprendía la razón de su nombre. Allí no crecía ni una hierbecita. Cesaba bruscamente toda vegetación a muchos pasos antes y las eminencias de arena se empinaban en una plataforma de yermo. Sí; mas al pie mismo de la más grande altura se levantaba, como relictus, un solitario y coposo chañar. Parecía un templo vegetal... A mi alrededor me atrajeron unos como cantaritos que parecían de barro cocido. Los examiné y me recordaron a trozos de caracolas, pero muy luego reparé que el piso de arena estaba sembrado de estos “restos”. ¿Quién pudo haber hecho tales laboreos y para qué?.

Caía el anochecer. Con angurriento apuro quise mirarlo todo para formarme un cuadro orgánico de aquello, mas en ese instante sentí la llegada de brisas arrastradas. Miré el suelo al reparar que algo serpenteaba y vi, asombrado, inquieto, que las arenas “caminaban” hacia arriba, y en la pulimentada superficie dibujaban vivas rayas torcidas, labradas por manejos intrusos. Me di en pensar que aquellas caracolas truncas las moldeaba el viento caviloso, artesano. Era un desgobernado viento maniobrero, discursivo, entretenido. Me agaché, desconfiando de mis ojos y de la avanzante oscuridad, y palpé el suelo y “sentí” que ese suelo se movía. Huían los granitos de arena en desgobernado rodar, uno por uno, procurando subir a los altos de la empinada barrera, como solicitados por el imán. - ¿Cómo puede suceder esto? – me preguntaba y cuando quise verificar en diversos sitios el movimiento y caminar de las arenas, noté que la oscuridad me descaminaba. Todo se envolvía en el oscuro poncho llanista. Acongojado, sediento de investigación y de sospechas, volví a tantear el suelo a mi lado. Me perecía entrever que invisibles dedos modelaban botijuelas y volutas pequeñas de un remoto palacio de barro cocido... En la noche el viento arrastrado enhebraba voces bajitas, susurrantes, lejanas. Se entreoía el rodar de lamentos perdidos...

La voz de mi compadre, austera y prevenciosa, dio su recto pensamiento. – Antes que se haga de noche cerrada vámonos a dormir al Balde de la Vaca.

- No compadre. Yo dormiré aquí mismo.

- ¡Miren la ocurrencia!. Pero no voy a dejarlo solo, compadre. Me allanaré a acompañarlo, aunque ¡no estoy conforme! -. Siguió a las medias hablas mientras desensillaba las mulas. Luego se apartó con los dos animales y los largó maneados para que pastaran en la vecindad. Al rato volvió, siempre murmurando y con una leñitas. De mala gana, hizo fuego, puso una tira de asado al calor de las llamas, echó la última agüita que nos restaba a la tetera y la arrimó al fuego. Muy en silencio comimos un bocado y tomamos un matecito. Tendimos los recados a la mortecina lumbre del fueguito y nos acostamos sobre los pellones. Observé que mi compadre rezaba mucho, con entregada devoción y se encomendaba a su Angel de la Guarda. Yo me tapé hasta la cabeza con mi poncho y solicité el sueño con miras de levantarme tempranito a seguir con mi porfía investigadora.

El desvelo con su carga de punumbrosas imágenes me zarandeó en su vaivén de penas. Comencé a sentir oleadas de miedo y arrepentimiento. Fui sopesando las resistencias y prevenciones de mi compadre Azahuate... Sopesaba su actitud. ¿Qué temía mi compadre? ¿Qué reservas encerraba esa tozuda resistencia a venir a este lugar? ¿Por qué bajaba la voz y esquivaba hablar de los Altos Limpios? ¿Qué era aquello que quiso decirme y lo calló, arrepentido? La soledad llanista, el lastimante aullar de los silencios me acosquillaban a puntazos hasta desembocar en el tembladeral de las inquietudes... Desde muy adentro me lamía un preguntar asaltante, inacallable, ganchudo, arañador. Con encrespadas rebeldías se levantaban mil sospechas acechantes. Retenidas coces pugnaban por levantar gritos como si los devaneos del viento y los alentares del lugar despertaran a alguien que dormitaba en mí. En los lindes del terror sofrenado, atiné a refugiarme mentalmente al lado de mi buen compadre. Pedí su cristiana ayuda a través del lazo que me unía a él y así fui gustando de alguna tranquilidad. Pedí el sueño, el soñar manso...

Tal vez dormí hasta medianoche. De pronto me sentí remecido por el forcejar intruso. Me sorprendí a mi mismo sentado en los pellones del recado hecho cama. ¿Estaba bien despierto? Hice esfuerzos por atesorar mi cabal conciencia. Sí... Ahora sí estaba con mis ojos y oídos alertas y me llegaban claramente los retumbos de un hacha... Hachaban en tronco de un árbol, ahí, a pocos pasos. Conseguí gritarme en voz acallada que estaba bien despierto y hasta logré orientarme. Inquirí hacia el chañar solitario y pude distinguirlo como saliéndose de la noche en un resplandor blanquecino y, a su lado, hachando su tronco, a un hachador. Miré con todas mis fuerzas a los mantos engañosos; penetré con el filo de mi refinado mirar a las negruras y conseguí ver de lleno al hachador de la noche... Era un mocetón alto, fornido, moreno. Calzaba ojotas, vestía chiripá; sin camisa, mostraba el torso brilloso de sudor. ¿Y la cara? Una huicha le ceñía la frente y le sujetaba la abundosa melena. Lo remiré buscándole los ojos, pero el hombre del hacha trabajaba afanosamente con la cara en sombras, como esquivándola. Volví a inquirir con mi sediento escudriñar y caí a la sospecha ¡qué el hachador no tenía ojos! Una espesa negrura le caía bajo las cejas. De vuelta a los remecidos miedos, llegué al acuerdo que el mocetón hachador tenía las cuencas vacías. ¡Mi compadre me lo dijo! Era “una fuerte sombra en sufrimiento”. Sí, ahora de frente al penante de los Altos Limpios yo debía, en los lindes de la locura, dar una lección de mi saber “extracientífico”... Sí, el hachador revivía un quehacer simbólico anudado entre el folklore y la historia. El hachador luchaba y su hacha era la suma de todas las armas de la guerra nativa y el tronco del árbol herido, la inmensa llaga de todos los encuentros sufridos por la carne de un pueblo mal llevado.

Comprender el mensaje de ese penar... Y desfilaron los caudillos de los llanos otrora. Pasaron con furia las caballerías en el trance terrible de la carga. Ver el choque de los mil hachazos y entreoír los lloros de Catuna y de otros mocetones ensangrentados y en derrota.

Un mirar más y comprender, con las lágrimas del alma, que el hachador sin ojos era la suma del dolor al revivir los tiranos y caudillos que hacharon el árbol de la patria...

Armando Tejada Gomez



Hay un niño en la calle

A esta hora, exactamente,
hay un niño en la calle.

Le digo amor, me digo, recuerdo que yo andaba
con las primeras luces de mi sangre, vendiendo
un oscura vergüenza, la historia, el tiempo,
diarios,
porque es cuando recuerdo también las presidencias,
urgentes abogados, conservadores, asco,
cuando subo a la vida juntando la inocencia,
mi niñez triturada por escasos centavos,
por la cantidad mínima de pagar la estadía
como un vagón de carga
y saber que a esta hora mi madre está esperando,
quiero decir, la madre del niño innumerable
que sale y nos pregunta con su rostro de madre:
qué han hecho de la vida,
dónde pondré la sangre,
qué haré con mi semilla si hay un niño en la calle.

Es honra de los hombres proteger lo que crece,
cuidar que no haya infancia dispersa por las calles,
evitar que naufrague su corazón de barco,
su increíble aventura de pan y chocolate,
transitar sus países de bandidos y tesoros
poniéndole una estrella en el sitio del hambre,
de otro modo es inútil ensayar en la tierra
la alegría y el canto,
de otro modo es absurdo
porque de nada vale si hay un niño en la calle.

Dónde andarán los niños que venian conmigo
ganándose la vida por los cuatro costados,
porque en este camino de lo hostíl ferozmente

cayó el Toto de frente con su poquita sangre,
con sus ropas de fé, su dolor a pedazos
y ahora necesito saber cuáles sonríen
mi canción necesita saber si se han salvado,
porque sino es inutil mi juventud de música
y ha de dolerme mucho la primavera este año.

Importan dos maneras de concebir el mundo,
Una, salvarse solo,
arrojar ciegamente los demás de la balsa
y la otra,
un destino de salvarse con todos,
comprometer la vida hasta el último náufrago,
no dormir esta noche si hay un niño en la calle.

Exactamente ahora, si llueve en las ciudades,
si desciende la niebla como un sapo del aire
y el viento no es ninguna canción en las ventanas,
no debe andar el mundo con el amor descalzo
enarbolando un diario como un ala en la mano,
trepándose a los trenes, canjeándonos la risa,
golpeándonos el pecho con un ala cansada,
no debe andar la vida, recién nacida, a precio,
la niñez, arriesgada a una estrecha ganancia,
porque entonces las manos son dos fardos inútiles
y el corazón, apenas una mala palabra.

Cuando uno anda en los pueblos del país
o va en trenes por su geografía de silencio,
la patria
sale a mirar al hombre con los niños desnudos
y a preguntar qué fecha corresponde a su hambre
que historia les concierne, qué lugar en el mapa,
porque uno Norte adentro y Sur adentro encuentra

la espalda escandalosa de las grandes ciudades
nutriéndose de trigo, vides, cañaverales
donde el azúcar sube como un junco en el aire,
uno encuentra la gente, los jornales escasos,
una sorda tarea de madres con horarios
y padres silenciosos molidos en la fábricas,
hay días que uno andando de madrugada encuentra
la intemperie dormida con un niño en los brazos.

Y uno recuerda nombres, anécdotas, señores
que en París han bebido
por la antigua belleza de Dios, sobre la balsa
en donde han sorprendido la soledad de frente
y la índole triste del hombre solitario,
en tanto, sus señoras, tienen angustia y cambian
de amantes esta noche, de médico esta tarde,
porque el tedio que llevan ya no cabe en el mundo
y ellos son los accionistas de los niños descalzos.

Ellos han olvidado
que hay un niño en la calle,
que hay millones de niños
que viven en la calle
y multitud de niños
que crecen en la calle.

A esta hora, exactamente,
hay un niño creciendo.

Yo lo veo apretando su corazón pequeño,
mirándonos a todos con sus ojos de fábula,
viene, sube hacia el hombre acumulando cosas,
un relámpago trunco le cruza la mirada,
porque nadie proteje esa vida que crece
y el amor se ha perdido
como un niño en la calle...

Armando Tejada Gómez
Poeta fundamental Argentino
www.tejadagomez.com.ar

Perez Celis



Benito Quinquela Martin


sábado, 21 de julio de 2007

La noche boca arriba

Julio Cortazar
Y salían en ciertas épocas a cazar enemigos;le llamaban la guerra florida.

A mitad del largo zaguán del hotel pensó que debía ser tarde y se apuró a salir a la calle y sacar la motocicleta del rincón donde el portero de al lado le permitía guardarla. En la joyería de la esquina vio que eran las nueve menos diez; llegaría con tiempo sobrado adonde iba. El sol se filtraba entre los altos edificios del centro, y él -porque para sí mismo, para ir pensando, no tenía nombre- montó en la máquina saboreando el paseo. La moto ronroneaba entre sus piernas, y un viento fresco le chicoteaba los pantalones. Dejó pasar los ministerios (el rosa, el blanco) y la serie de comercios con brillantes vitrinas de la calle Central. Ahora entraba en la parte más agradable del trayecto, el verdadero paseo: una calle larga, bordeada de árboles, con poco tráfico y amplias villas que dejaban venir los jardines hasta las aceras, apenas demarcadas por setos bajos. Quizá algo distraído, pero corriendo por la derecha como correspondía, se dejó llevar por la tersura, por la leve crispación de ese día apenas empezado. Tal vez su involuntario relajamiento le impidió prevenir el accidente. Cuando vio que la mujer parada en la esquina se lanzaba a la calzada a pesar de las luces verdes, ya era tarde para las soluciones fáciles. Frenó con el pié y con la mano, desviándose a la izquierda; oyó el grito de la mujer, y junto con el choque perdió la visión. Fue como dormirse de golpe.
Volvió bruscamente del desmayo. Cuatro o cinco hombres jóvenes lo estaban sacando de debajo de la moto. Sentía gusto a sal y sangre, le dolía una rodilla y cuando lo alzaron gritó, porque no podía soportar la presión en el brazo derecho. Voces que no parecían pertenecer a las caras suspendidas sobre él, lo alentaban con bromas y seguridades. Su único alivio fue oír la confirmación de que había estado en su derecho al cruzar la esquina. Preguntó por la mujer, tratando de dominar la náusea que le ganaba la garganta. Mientras lo llevaban boca arriba hasta una farmacia próxima, supo que la causante del accidente no tenía más que rasguños en la piernas. "Usté la agarró apenas, pero el golpe le hizo saltar la máquina de costado..."; Opiniones, recuerdos, despacio, éntrenlo de espaldas, así va bien y alguien con guardapolvo dándole de beber un trago que lo alivió en la penumbra de una pequeña farmacia de barrio.
La ambulancia policial llegó a los cinco minutos, y lo subieron a una camilla blanda donde pudo tenderse a gusto. Con toda lucidez, pero sabiendo que estaba bajo los efectos de un shock terrible, dio sus señas al policía que lo acompañaba. El brazo casi no le dolía; de una cortadura en la ceja goteaba sangre por toda la cara. Una o dos veces se lamió los labios para beberla. Se sentía bien, era un accidente, mala suerte; unas semanas quieto y nada más. El vigilante le dijo que la motocicleta no parecía muy estropeada. "Natural", dijo él. "Como que me la ligué encima..." Los dos rieron y el vigilante le dio la mano al llegar al hospital y le deseó buena suerte. Ya la náusea volvía poco a poco; mientras lo llevaban en una camilla de ruedas hasta un pabellón del fondo, pasando bajo árboles llenos de pájaros, cerro los ojos y deseó estar dormido o cloroformado. Pero lo tuvieron largo rato en una pieza con olor a hospital, llenando una ficha, quitándole la ropa y vistiéndolo con una camisa grisácea y dura. Le movían cuidadosamente el brazo, sin que le doliera. Las enfermeras bromeaban todo el tiempo, y si no hubiera sido por las contracciones del estómago se habría sentido muy bien, casi contento.
Lo llevaron a la sala de radio, y veinte minutos después, con la placa todavía húmeda puesta sobre el pecho como una lápida negra, pasó a la sala de operaciones. Alguien de blanco, alto y delgado se le acercó y se puso a mirar la radiografía. Manos de mujer le acomodaban la cabeza, sintió que lo pasaban de una camilla a otra. El hombre de blanco se le acercó otra vez, sonriendo, con algo que le brillaba en la mano derecha. Le palmeó la mejilla e hizo una seña a alguien parado atrás.
Como sueño era curioso porque estaba lleno de olores y él nunca soñaba olores. Primero un olor a pantano, ya que a la izquierda de la calzada empezaban las marismas, los tembladerales de donde no volvía nadie. Pero el olor cesó, y en cambio vino una fragancia compuesta y oscura como la noche en que se movía huyendo de los aztecas. Y todo era tan natural, tenía que huir de los aztecas que andaban a caza de hombre, y su única probabilidad era la de esconderse en lo más denso de la selva, cuidando de no apartarse de la estrecha calzada que sólo ellos, los motecas, conocían.
Lo que más lo torturaba era el olor, como si aun en la absoluta aceptación del sueño algo se revelara contra eso que no era habitual, que hasta entonces no había participado del juego. "Huele a guerra", pensó, tocando instintivamente el puñal de piedra atravesado en su ceñidor de lana tejida. Un sonido inesperado lo hizo agacharse y quedar inmóvil, temblando. Tener miedo no era extraño, en sus sueños abundaba el miedo. Esperó, tapado por las ramas de un arbusto y la noche sin estrellas. Muy lejos, probablemente del otro lado del gran lago, debían estar ardiendo fuegos de vivac; un resplandor rojizo teñía esa parte del cielo. El sonido no se repitió. Había sido como una rama quebrada. Tal vez un animal que escapaba como él del olor a guerra. Se enderezó despacio, venteando. No se oía nada, pero el miedo seguía allí como el olor, ese incienso dulzón de la guerra florida. Había que seguir, llegar al corazón de la selva evitando las ciénagas. A tientas, agachándose a cada instante para tocar el suelo más duro de la calzada, dio algunos pasos. Hubiera querido echar a correr, pero los tembladerales palpitaban a su lado. En el sendero en tinieblas, buscó el rumbo. Entonces sintió una bocanada del olor que más temía, y saltó desesperado hacia adelante.
-Se va a caer de la cama -dijo el enfermo de la cama de al lado-. No brinque tanto, amigazo. Abrió los ojos y era de tarde, con el sol ya bajo en los ventanales de la larga sala. Mientras trataba de sonreír a su vecino, se despegó casi físicamente de la última a visión de la pesadilla. El brazo, enyesado, colgaba de un aparato con pesas y poleas. Sintió sed, como si hubiera estado corriendo kilómetros, pero no querían darle mucha agua, apenas para mojarse los labios y hacer un buche. La fiebre lo iba ganando despacio y hubiera podido dormirse otra vez, pero saboreaba el placer de quedarse despierto, entornados los ojos, escuchando el diálogo de los otros enfermos, respondiendo de cuando en cuando a alguna pregunta. Vio llegar un carrito blanco que pusieron al lado de su cama, una enfermera rubia le frotó con alcohol la cara anterior del muslo, y le clavó una gruesa aguja conectada con un tubo que subía hasta un frasco lleno de líquido opalino. Un médico joven vino con un aparato de metal y cuero que le ajustó al brazo sano para verificar alguna cosa. Caía la noche, y la fiebre lo iba arrastrando blandamente a un estado donde las cosas tenían un relieve como de gemelos de teatro, eran reales y dulces y a la vez ligeramente repugnantes, como estar viendo una película aburrida y pensar que sin embargo en la calle es peor, y quedarse.
Vino una taza de maravilloso caldo de oro oliendo a puerro, a apio, a perejil. Un trocito de pan, mas precioso que todo un banquete, se fue desmigajando poco a poco. El brazo no le dolía nada y solamente en la ceja, donde lo habían suturado, chirriaba a veces una punzada caliente y rápida. Cuando los ventanales de enfrente viraron a manchas de un azul oscuro, pensó que no iba a ser difícil dormirse. Un poco incómodo, de espaldas, pero al pasarse la lengua por los labios resecos y calientes sintió el sabor del caldo, y suspiró de felicidad, abandonándose.
Primero fue una confusión, un atraer hacia sí todas las sensaciones por un instante embotadas o confundidas. Comprendía que estaba corriendo en plena oscuridad, aunque arriba el cielo cruzado de copas de árboles era menos negro que el resto. "La calzada", pensó. "Me salí de la calzada." Sus pies se hundían en un colchón de hojas y barro, y ya no podía dar un paso sin que las ramas de los arbustos le azotaran el torso y las piernas. Jadeante, sabiéndose acorralado a pesar de la oscuridad y el silencio, se agachó para escuchar. Tal vez la calzada estaba cerca, con la primera luz del día iba a verla otra vez. Nada podía ayudarlo ahora a encontrarla. La mano que sin saberlo él, aferraba el mango del puñal, subió como un escorpión de los pantanos hasta su cuello, donde colgaba el amuleto protector. Moviendo apenas los labios musitó la plegaria del maíz que trae las lunas felices, y la súplica a la Muy Alta, a la dispensadora de los bienes motecas. Pero sentía al mismo tiempo que los tobillos se le estaban hundiendo despacio en el barro, y al la espera en la oscuridad del chaparral desconocido se le hacía insoportable. La guerra florida había empezado con la luna y llevaba ya tres días y tres noches. Si conseguía refugiarse en lo profundo de la selva, abandonando la calzada mas allá de la región de las ciénagas, quizá los guerreros no le siguieran el rastro. Pensó en la cantidad de prisioneros que ya habrían hecho. Pero la cantidad no contaba, sino el tiempo sagrado. La caza continuaría hasta que los sacerdotes dieran la señal del regreso. Todo tenía su número y su fin, y él estaba dentro del tiempo sagrado, del otro lado de los cazadores.
Oyó los gritos y se enderezó de un salto, puñal en mano. Como si el cielo se incendiara en el horizonte, vio antorchas moviéndose entre las ramas, muy cerca. El olor a guerra era insoportable, y cuando el primer enemigo le saltó al cuello casi sintió placer en hundirle la hoja de piedra en pleno pecho. Ya lo rodeaban las luces y los gritos alegres. Alcanzó a cortar el aire una o dos veces, y entonces una soga lo atrapó desde atrás. -Es la fiebre -dijo el de la cama de al lado-. A mí me pasaba igual cuando me operé del duodeno. Tome agua y va a ver que duerme bien.
Al lado de la noche de donde volvía la penumbra tibia de la sala le pareció deliciosa. Una lámpara violeta velaba en lo alto de la pared del fondo como un ojo protector. Se oía toser, respirar fuerte, a veces un diálogo en voz baja. Todo era grato y seguro, sin acoso, sin... Pero no quería seguir pensando en la pesadilla. Había tantas cosas en qué entretenerse. Se puso a mirar el yeso del brazo, las poleas que tan cómodamente se lo sostenían en el aire. Le habían puesto una botella de agua mineral en la mesa de noche. Bebió del gollete, golosamente. Distinguía ahora las formas de la sala, las treinta camas, los armarios con vitrinas. Ya no debía tener tanta fiebre, sentía fresca la cara. La ceja le dolía apenas, como un recuerdo. Se vio otra vez saliendo del hotel, sacando la moto. Quién hubiera pensado que la cosa iba a acabar así? Trataba de fijar el momento del accidente, y le dio rabia advertir que había ahí como un hueco, un vacío que no alcanzaba a rellenar. Entre el choque y el momento en que lo habían levantado del suelo, un desmayo o lo que fuera no le dejaba ver nada. Y al mismo tiempo tenía la sensación de que ese hueco, esa nada, había durado una eternidad. No, ni siquiera tiempo, más bien como si en ese hueco él hubiera pasado a través de algo o recorrido distancias inmensas. El choque, el golpe brutal contra el pavimento. De todas maneras al salir del pozo negro había sentido casi un alivio mientras los hombres lo alzaban del suelo. Con el dolor del brazo roto, la sangre de la ceja partida, la contusión en la rodilla; con todo eso, un alivio al volver al día y sentirse sostenido y auxiliado. Y era raro. Le preguntaría alguna vez al médico de la oficina. Ahora volvía a ganarlo el sueño, a tirarlo despacio hacia abajo. La almohada era tan blanda, y en su garganta afiebrada la frescura del agua mineral. Quizá pudiera descansar de veras, sin las malditas pesadillas. La luz violeta de la lámpara en lo alto se iba apagando poco a poco.
Como dormía de espaldas, no lo sorprendió la posición en que volvía a reconocerse, pero en cambio el olor a humedad, a piedra rezumante de filtraciones, le cerró la garganta y lo obligó a comprender. Inútil abrir los ojos y mirar en todas direcciones; lo envolvía una oscuridad absoluta. Quiso enderezarse y sintió las sogas en las muñecas y los tobillos. Estaba estaqueado en el piso, en un suelo de lajas helado y húmedo. El frío le ganaba la espalda desnuda, las piernas. Con el mentón buscó torpemente el contacto con su amuleto, y supo que se lo habían arrancado. Ahora estaba perdido, ninguna plegaria podía salvarlo del final. Lejanamente, como filtrándose entre las piedras del calabozo, oyó los atabales de la fiesta. Lo habían traído al teocalli, estaba en las mazmorras del templo a la espera de su turno.
Oyó gritar, un grito ronco que rebotaba en las paredes. Otro grito, acabando en un quejido. Era él que gritaba en las tinieblas, gritaba porque estaba vivo, todo su cuerpo se defendía con el grito de lo que iba a venir, del final inevitable. Pensó en sus compañeros que llenarían otras mazmorras, y en los que ascendían ya los peldaños del sacrificio. Gritó de nuevo sofocadamente, casi no podía abrir la boca, tenía las mandíbulas agarrotadas y a la vez como si fueran de goma y se abrieran lentamente, con un esfuerzo interminable. El chirriar de los cerrojos lo sacudió como un látigo. Convulso, retorciéndose, luchó por zafarse de las cuerdas que se le hundían en la carne. Su brazo derecho, el mas fuerte, tiraba hasta que el dolor se hizo intolerable y hubo que ceder. Vio abrirse la doble puerta, y el olor de las antorchas le llegó antes que la luz. Apenas ceñidos con el taparrabos de la ceremonia, los acólitos de los sacerdotes se le acercaron mirándolo con desprecio. Las luces se reflejaban en los torsos sudados, en el pelo negro lleno de plumas. Cedieron las sogas, y en su lugar lo aferraron manos calientes, duras como el bronce; se sintió alzado, siempre boca arriba, tironeado por los cuatro acólitos que lo llevaban por el pasadizo. Los portadores de antorchas iban adelante, alumbrando vagamente el corredor de paredes mojadas y techo tan bajo que los acólitos debían agachar la cabeza. Ahora lo llevaban, lo llevaban, era el final. Boca arriba, a un metro del techo de roca viva que por momentos se iluminaba con un reflejo de antorcha. Cuando en vez del techo nacieran las estrellas y se alzara ante él la escalinata incendiada de gritos y danzas, sería el fin. El pasadizo no acababa nunca, pero ya iba a acabar, de repente olería el aire libre lleno de estrellas, pero todavía no, andaban llevándolo sin fin en la penumbra roja, tironeándolo brutalmente, y él no quería, pero como impedirlo si le habían arrancado el amuleto que era su verdadero corazón, el centro de su vida.
Salió de un brinco a la noche del hospital, al alto cielo raso dulce, a la sombra blanda que lo rodeaba. Pensó que debía haber gritado, pero sus vecinos dormían callados. En la mesa de noche, la botella de agua tenía algo de burbuja, de imagen traslúcida contra la sombra azulada de los ventanales. Jadeó buscando el alivio de los pulmones, el olvido de esas imágenes que seguían pegados a sus párpados. Cada vez que cerraba los ojos las veía formarse instantáneamente, y se enderezaba aterrado pero gozando a la vez del saber que ahora estaba despierto, que la vigilia lo protegía, que pronto iba a amanecer, con el buen sueño profundo que se tiene a esa hora, sin imágenes, sin nada... Le costaba mantener los ojos abiertos, la modorra era más fuerte que él. Hizo un último esfuerzo, con la mano sana esbozó un gesto hacia la botella de agua; no llegó a tomarla, sus dedos se cerraron en un vacío otra vez negro, y el pasadizo seguía interminable, roca tras roca, con súbitas fulguraciones rojizas, y él boca arriba gimió apagadamente porque el techo iba a acabarse, subía, abriéndose como una boca de sombra, y los acólitos se enderezaban y de la altura una luna menguante le cayó en la cara donde los ojos no querían verla, desesperadamente se cerraban y abrían buscando pasar al otro lado, descubrir de nuevo el cielo raso protector de la sala. Y cada vez que se abrían era la noche y la luna mientras lo subían por la escalinata, ahora con la cabeza colgando hacia abajo, y en lo alto estaban las hogueras, las rojas columnas de rojo perfumado, y de golpe vio la piedra roja, brillante de sangre que chorreaba, y el vaivén de los pies del sacrificado, que arrastraban para tirarlo rodando por las escalinatas del norte. Con una última esperanza apretó los párpados, gimiendo por despertar. Durante un segundo creyó que lo lograría, porque estaba otra vez inmóvil en al cama, a salvo del balanceo cabeza abajo. Pero olía a muerte y cuando abrió los ojos vio la figura ensangrentada del sacrificador que venía hacia él con el cuchillo de piedra en la mano. Alcanzó a cerrar otra vez los párpados, aunque ahora sabía que no iba a despertarse, que estaba despierto, que el sueño maravilloso había sido el otro, absurdo como todos los sueños; un sueño en el que había andado por extrañas avenidas de una ciudad asombrosa, con luces verdes y rojas que ardían sin llama ni humo, con un enorme insecto de metal que zumbaba bajo sus piernas. En la mentira infinita de ese sueño también lo habían alzado del suelo, también alguien se le había acercado con un cuchillo en la mano, a él tendido boca arriba, a él boca arriba con los ojos cerrados entre las hogueras.
(Julio Cortázar, "Final del Juego", Ed. Sudamericana, Bs.As. 1993)